Y tronó los dedos.
jueves, diciembre 30, 2010
martes, diciembre 28, 2010
Taxidermia
Llegaron a la casa junto al río y lo primero que les sorprendió fue que había muchas curiosidades para ser sólo una casa de descanso: máscaras africanas, fotografías de cacería, garzas taxidermizadas desplegando sus alas en un vuelo detenido, cabezas de ciervos y de toros en las paredes.
-Mira este cocodrilo -dijo el doctor Benavides a su esposa, acercándose al cocodrilo que presidía la sala-. Parece vivo.
El problema era que estaba vivo y el doctor Benavides se quedó sin cuello.
sábado, diciembre 18, 2010
Estar vivo me escuece
Estar vivo me escuece. Es una comezón por dentro de las venas que las uñas de mi sangre efervescente rascan y acrecientan.
En la noche jamás encuentro reposo. No me seduce el cansancio, la cercanía del sueño o la suave invitación a rendir los párpados en la cama. Me siento vivo y se me erizan los vellos como estremecidas olas cerca de una tormenta eléctrica. En la noche comienza a vibrar mi piel como ante la inminencia de un terremoto o del sexo: o de nada.
Me está esperando la calle, el asfalto, los locos. Las luciérnagas, los grillos lascivos, los pasos siempre furtivos de todos los pasos que transitan la noche.
¿Cómo evadirme del hechizo de la luna, si allá afuera exige mi presencia?
El cielo barre todas las nubes con la escoba de los vientos.
–Descorre la cortina –escucho–. Déjame entrar.
Y lo que escucho podría ser un sueño o una ronda.
Siento en la oreja el grito mudo de una luna que me llama por mi nombre.
Si yo despertara, caminaría al patio y abriría mis manos y recibiría cada rayo como el agua de un chaparrón.
Pero no despierto porque estoy despierto: esta es la realidad con todos sus pelos. Esta es su desesperación.
La luna me llama.
–¿Qué haces metido en tu casa, acostado, soñando esto, mientras yo me desgañito en el cielo?
El timbre de voz de la luna es imperioso.
Me llama.
Y en mí bulle a cien grados un otro que me ha descobijado de la piel y se ha apoderado de mis ojos: me obliga a trepar a la noche como a un caballo ciego, me invita a hincarle las espuelas en las costillas: la noche es una cabalgata desbocada que termina siempre en barranca.
De este paseo conozco las cicatrices, los rasguños, la sangre.
Salgo para no faltar a la cita y la noche me ha reservado un cielo límpido al que la mera palabra límpido no alcanza a describir: barrido por la escoba de los vientos, el cielo se sacude las nubes y la luz naranja y queda como arena de un mar donde fosforean estrellas.
Si yo fuera un niño cósmico, recogería todas como quien recoge conchas y haría un collar. ¡Quizá soy un niño cósmico y estoy huérfano en esta calle sublunar!
Pero me ocurren cosas de un adulto borracho cualquiera: me detiene una patrulla; me pregunta el conductor que hago. Yo he estado contemplando la luna a través de las ramas de una jacaranda moradísima.
–Estoy viendo la luna.
Simple, sencillamente he obedecido la orden de salir y me he asomado a la rendija mortecina de la luna como a la ventana del ojo inquieto de una japonesa. Todo para tratar de averiguar qué pasa, de qué se trata la noche.
El policía me mira con sorna y se va.
Soy la epidemia de las calles oscurecidas. La infección de mi cuerpo enciende otro cigarrillo, otro clavo encendido para el ataúd de mi cuerpo: cargo mi pulmón izquierdo muerto.
A las cinco de la mañana escribo una nota en mi teléfono celular: “vivir me escuece”. Después busco a quién mandarle ese mensaje: rastreo tu nombre entre la lista de contactos.
El mensaje aletea hasta los satélites y yo ya no sé si arriba al teléfono que deseo. Pasan minutos infames en los que pienso que no encontraré respuesta. No encuentro respuesta. Todo duerme en estas calles.
Y aunque sé que no es prudente, que mis acciones podrían parecer las de cualquier acosador trasnochado, marco.
Suenan los repiques de llamada uno tras otro.
Yo estoy en la confluencia de dos calles angustiosas. Aguardo. Y cuando al fin se levanta el auricular y una voz de mujer amodorrada inunda la línea, me presento: es inútil negar que se trata de mí porque en estos tiempos de identificador de números, las llamadas anónimas no tienen mucho sentido. Comienzo apurado una justificación amorosa: sólo el amor, o cualquiera de sus sucedáneos, puede explicar una llamada tan intempestiva. Pero apenas en las primeras líneas de una verborrea pretendidamente seductora, me detiene su voz.
–¿Sabes qué? –me dice, en medio de mi trastabilleo verbal–. Estoy cansada.
–Sí, sí, perdón –me apresuro a disculparme antes de colgar.
Y me quedo con restos de oraciones ensayadas que, para exorcizar, arrojo a los árboles escuálidos que decoran, alejados de cualquier bosque, la ciudad.
–Árbol –le digo–. En otra vida hubiéramos sido felices. Árbol, tendríamos que habernos conocido antes.
Me alejo del árbol como uno se aleja de una amante que nunca volvió el rostro: con cierta sensación de haber hecho el ridículo y sólo esperando con esperanza idiota que venga la fría y dulce cobija de la muerte y el olvido.
De eso se trata la noche. De eso y de buscar a veces bajo las piedras una respuesta.
Y luego amanece, hace frío, el hombre de los tamales comienza a montar su negocio en una esquina…
jueves, diciembre 16, 2010
lunes, diciembre 13, 2010
viernes, diciembre 10, 2010
jueves, diciembre 09, 2010
miércoles, diciembre 08, 2010
Viajes caros
Sabía que aquel viaje me iba a costar un ojo de la cara y, sin embargo, decidí que tenía que conocer a los gringos en su hábitat, quitarme la mala impresión que siempre me dan en las playas o en las discotecas o cuando besan a la mujer que amo y sonríen con sus dientes de comercial.
Pagué mi pasaporte, los derechos de tener una entrevista, me vestí elegante (hasta me rasuré, me eché loción, me peiné) y fui a la embajada. El cónsul me pidió referencias bancarias, yo le entregué mis talones de pago, él quería ver más abultada mi cuenta, yo no tenía el dinero suficiente. El tipo estaba a punto de despedirme con un ademán de la mano cuando probé un último recurso: me quité un ojo y lo introduje debajo de la ventanilla. El cónsul, sorprendido como un hombre que sólo trabaja para pagar sus cuentas y no espera toparse con un lunático el primer día, justo el primer día, tomó el ojo entre las manos y fue a consultar al embajador. Regresó al cabo de un minuto:
–Aquí sólo aceptamos ojos azules.
Y me negó la visa.
*Aparecido en Matardragones, 2003.
sábado, diciembre 04, 2010
Hoja suelta
Siempre me dio la impresión de que las personas que me rodeaban sabían mucho más que yo de algún misterio. En sus ojos brillaban todos los arcanos y yo no podía acceder a ellos. Me he pasado todo el tiempo metido en lo que otros antes de mí y de ti dijeron para revelar esa duda. Libros, citas, sexo, el día y la noche, la prueba. Ahora me doy cuenta que ese misterio que habitaba aquellos ojos era el mismo misterio que el mío. El sencillo, doméstico, inviolable secreto de ser solamente un humano.
Un humano caminando: hoja suelta al viento.
miércoles, diciembre 01, 2010
Breve defensa de la filosofía
Hay una tendencia de pensamiento que se inclina a creer que la filosofía es inútil. Por ejemplo, en 1959 C.P. Snow, científico y escritor él mismo, comenzó una discusión acerca de lo que denominó las dos culturas: por un lado la cultura científica (donde quedaban incluidas las matemáticas, la física, la química) y por el otro la cultura humanista (adonde se remitían las artes y la filosofía y un poco las conocidas como ciencias sociales). En aquel momento, Snow reclamaba que la ciencia en la educación escolar estuviera tan relegada mientras la educación en artes era sobrevalorada, a pesar de que los avances tecnológicos habían sido decisivos para ganar la Segunda Guerra Mundial. El mismo Snow, en obras posteriores, limaría la aspereza con que se quejaba contra las humanidades, pero esa mecha de la dicotomía ciencia-humanidades ha continuado parpadeante y, de cuando en cuando, vuelve a encenderse para establecer diferencias.
En la actualidad, desde diversos ángulos, no faltan los eternos embates contra la filosofía y el más reciente viene de la mano de un científico británico de buenas referencias, el maestro Stephen Hawking, quien ha profundizado en el desentreñamiento teórico de los agujeros negros y del origen del universo. Según una nota periodística, en su reciente libro, El gran diseño, afirma que la filosofía ha muerto «porque no se ha mantenido al corriente de los desarrollos modernos de la ciencia, en particular de la física». Y que los científicos se han convertido en la vanguardia de la cruzada por la verdad. O algo así.
Yo estoy seguro de creer en las teorías del doctor Stephen Hawking. Él las ha de haber enunciado ya, antes de buscar vulgarizarlas en un libro, con un denso aparato matemático y seguramente una gran cantidad de científicos en diversas universidades importantes las ha comprobado con todo el rigor del método. En lo personal, lo del multiverso me parece una solución probable (aunque en matemáticas yo entendí hasta las derivadas y las integrales). Sin embargo, no deja de ser una sólida elucubración teórica de algo que, en este preciso momento histórico, ya no podemos atestiguar: el Big Bang. Explicación que, con cierta claridad, nos relata cómo es que estamos aquí, cómo está funcionando el espacio-tiempo, la diversidad de universos que ocurren simultáneamente, cómo se colapsará todo y de vuelta, al estilo de un eterno retorno. Pero no el porqué teleológico. (Quizá no lo tiene).
En este punto entran las potestades de la filosofía. Recordemos que la filosofía es una herramienta intelectual que, entre otras cosas, busca desentrañar la función del género humano en este mundo. Plantea las preguntas que el hombre se ha hecho desde el fondo del tiempo: ¿Para qué estoy aquí? ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Qué soy? ¿Qué me rodea? Desde los albores de nuestra consciencia como civilización, las grandes cuestiones han asomado al íntimo fuero de cualquier ser pensante. Nuestra especie, la más salvajemente inteligente de todas las criaturas que han poblado hasta ahora este mundo, le ha dado respuesta a esas interrogantes de diversas maneras: ha habido toda clase religiones y toda clase de escisiones religiosas y derivaciones sectarias. Infinidad. Amén del conjunto de dioses con los que cada civilización denominó cada uno de los fenómenos celestes, de los animales, de las hojas de los árboles.
Sin embargo, también ha habido personas que no se creyeron ese cuento y dijeron: «aquí hay gato encerrado» y se negaron a ciertos dogmas, e incluso los rebatieron con relativo éxito. La filosofía, como el fuego mismo, apareció en todas las culturas —tanto en China, como en Arabia, como en el reino maya— pero en un momento determinado de la historia convencional de la cultura occidental se sitúa el origen más lúcido de esta herramienta, definida ya como tal, en la antigua Grecia. A partir de entonces se comienza a hacer la pregunta sistemáticamente. Y en esa pregunta se quiso responder al porqué y al origen de las cosas no sólo por la hermosa narración mitológica de ellas, sino también por la reflexión. A veces, esa reflexión condujo desde temprano a la duda sobre los dioses y al agnosticismo, como en el caso de Protágoras (485-411 a.C.), quien hacia el final de su vida incluso tuvo que huir de su lugar de origen debido a lo incendiario de sus recelosas proposiciones respecto a los dioses. (De ahí que me refiera al éxito de la filosofía como relativo: aunque ha marcado grandes hitos en el conocimiento del mundo, tiende a chocar una y otra vez contra la misma piedra: la masa alienada).
En la búsqueda de la solución se dieron respuestas tanto sensatas como descabelladas, pero ambas fueron insuficientes. No obstante, la pregunta humana ya estaba haciéndose y su ávida búsqueda de solución, cada vez más afilada, se ha extendido por todos lados y en todas direcciones. La cuestión se enfocó hacia el interior de la mente, y la filosofía se volvió psicología; hacia la carne que lo hacía un ente vivo, y se volvió medicina; hacia las estrellas, y se volvió astrofísica; hacia la inmaterialidad de los números y se volvió matemática; hacia el fenómeno de los conjuntos de civilizaciones, y se hizo sociología; se hizo historia, antropología, lingüística, química...
Si hoy el doctor Hawking nos puede explicar (quizá sólo aproximadamente, para nosotros los legos) que el universo es en realidad multiverso, es debido a una larga serie de acontecimientos históricos regidos por la lucha de las ideas que han permitido, más mal que bien, más difícil que fácil, que la ciencia haya podido llegar a sus conclusiones teóricas. Pero es, hasta ahora, sólo la última de las respuestas dentro de su ámbito.
(Claro que si el doctor Hawking dice que Dios no sería necesario en un universo como éste, regido por fuerzas gravitacionales y excepciones, bueno, esa explicación ya dejó de ser física y se convierte en argumentación con tufos filosóficos. Un tema vigente y viejo en la humanidad: esa ausencia divina que se sospechaba desde las épocas agnósticas condujo a que algunos filósofos como Nietzsche de plano anunciaran su muerte. O sea que la filosofía especulativa, si queremos ver los avances humanos como una competencia, hizo su tarea primero para descifrar y aproximarse a la realidad y a su verdad aparente y profunda).
Por tanto, este último punto alcanzado de la ciencia física es también, y en todo su derecho, un patrimonio de la filosofía. Más que la puñalada artera, este el último dato suministrado por el doctor Hawking comprobará, aunque parezca difícil de creer, la buena salud de esta herramienta. El conocimiento de estos descubrimientos y teorías sobre la galaxia, su mera referencia o sesuda adquisición por parte de diversos sujetos humanos para completar el mapa de la realidad, serán aprehendidos mediante la reflexión personal de cada individuo. La filosofía será entonces la que pondere la importancia de este descubrimiento acerca de nuestra realidad (que no es poca) y, a partir de allí, busque desentrañar los nuevos paradigmas hacia el hombre mismo. Es decir, ya sabemos esto del multiverso, pero ¿cómo funciona eso dentro de nuestro mundo personal? ¿Cuál puede ser su función ética? ¿Cómo influirá esto en nuestro devenir social? Las respuestas vendrán de la síntesis de los conocimientos derivados de los otros múltiples brazos de la filosofía, que, contrario de lo afirmado por Hawking, y (¿por qué no decirlo?) a pesar de lucir aletargada, vive y se nutre, hoy como siempre, de la constante curiosidad humana.
martes, noviembre 30, 2010
miércoles, noviembre 24, 2010
El desierto
a Miriam
Apagó la computadora y miró el reloj: los números rojos de la pantalla bailoteaban: las tres de la madrugada. Se talló los párpados cansados; fue quitándose la ropa mientras se dirigía a la cama. Aunque dejó el foco apagado y entró cauteloso, tierno, en las cobijas, su mujer despertó a medias. Estiró sus brazos tibios con flojera y farfulló un te amo, Julio, antes de volverse a arrebujar en las mantas. Él le besó la frente y se dio la vuelta para dormir.
–¿Me puedes traer un vaso de agua, por favor? –susurró Sofía, con la voz arrulladora con que a veces le pedía que le hiciera el amor.
Sofía despertaba con frecuencia en las noches, lo que muchas veces resultaba una ventaja. Un sábado se había incorporado a medias en la cama y se había quedado con la vista fija en la vela encendida con que su marido y ella erotizaban la habitación cuando se emborrachaban juntos. La suave flama con aroma a manzanas brincó de pronto del pabilo al cable de la televisión y escaló en cuestión de segundos el aparato hasta incendiarlo y llenar el cuarto de humo negro. El grito despertó a su esposo y él corrió por el garrafón de agua de la cocina y apagó el incendio. La mitad de la televisión había quedado chamuscada e inservible y desde entonces él solía decir que estaban aislados del mundo.
Antes, un jueves, Sofía se levantó, prendió la luz de la lámpara, fue descalza al baño, sintió el frío de las baldosas, regresó al cuarto y, junto a las pantuflas que había olvidado ponerse, descubrió un alacrán negro escalando las barbas del edredón de su cama. Lo tumbó al suelo de un tirón a la manta, pero cuando trató de aplastarlo con una pantufla, ya había desaparecido entre su ropa. Toda la semana, Sofía había sufrido la sensación que algo le recorría la espalda.
–Tengo sed –dijo entre sueños. Habían pasado quince minutos.
Él se levantó en la oscuridad, cruzó la sala, caminó por el pasillo, avanzó siete pasos antes de empujar la puerta de la cocina y estirar la mano para tomar un vaso en los anaqueles. Pero tocó una pared. Recorrió a tientas, con cuidado, buscando las repisas de los vasos, la pared rugosa hasta que sus dedos tropezaron contra el rincón donde se unía con la otra pared. “Ah, chinga”, se dijo, asombrado por no haber topado con el anaquel.
Prendió la luz y notó que apenas se hallaba en la sala. Apagó la luz y caminó por el pasillo, avanzó once pasos antes de abrir la puerta de la cocina y extender la mano para tratar de encontrar las repisas de los vasos. Pero halló una pared.
Prendió otra luz: había regresado a su habitación: su mujer se tapó la cara con la cobija.
–Apágala –dijo ella–. ¿Ya me traes mi agua?
–No –respondió y apagó la luz–. Ahorita.
Anduvo por el pasillo treinta pasos. Se detuvo y tocó el apagador. La luz del foco apenas si alumbraba: éste colgaba casi al fondo de un larguísimo túnel, justo enfrente de la puerta de la cocina. Parecía la débil iluminación de una mina. Caminó los doscientos metros que lo separaban de aquel escuálido foco y miró hacia atrás, al punto del que había partido: la negrura más profunda.
Escurrió la mano por la puerta de la cocina para apretar el interruptor de la luz. Todo parecía hallarse en su sitio: los trastes sucios, el grifo que goteaba, los platos puestos a secar. Tomó un vaso de vidrio y sirvió agua directamente de la llave. Dio los siete pasos del pasillo con el vaso en la mano y prendió la luz de la sala.
El departamento solía ser pequeño. Una pequeña burla de cuatro estancias: la habitación que compartía con Sofía, una cocina que se unía a la sala por el pasillo, un baño.
Pero ahora los muebles apenas se distinguían a lo lejos, encima de la duna más alta que se alzaba en el vasto desierto de la sala. Más allá, al fondo, se recortaba oscura la entrada a la recámara donde Sofía aguardaba a beber un poco de agua. Hacía calor. Atado a un cable, el sol colgaba del cielo como un foco de trescientos watts y las nubes del cielo, recortes mutables de la cal del techo, transitaban lentamente sobre su cabeza. No parecían las tres de la madrugada, sino una hora fantástica del mediodía: la hora en que los fantasmas no se esconden aunque haya sol. Caminó a un lado de la planta que había comprado en un mercado y trasplantado a una maceta de barro: ni siquiera hubiera sospechado que era carnívora: apenas si alcanzó a evitar de un salto su rabioso intento de mordida. Del vaso cayeron al suelo desolado unas gotas que se evaporaron de inmediato.
Deambuló durante varias horas por el desierto. De vez en cuando se detenía a quitarse granos de arena de los zapatos. El sol peregrinó hacia el poniente de la sala, firmemente atornillado en el socket que colgaba del techo.
El oriente comenzó a apagarse y asomaron las primeras estrellas.
–Está anocheciendo –pensó.
En un terraplén, de bajada, encontró el sillón verde, de brazos deslucidos, donde solía tumbarse cuando regresaba del trabajo. Se sentó y miró el atardecer. Pensó en que ver a un foco ponerse en el horizonte tenía algo de futurismo melancólico. Bebió un pequeño sorbo de agua del vaso, lo suficiente para refrescarse las encías y la lengua. En alguna película sobre tuaregs había aprendido que no debía acabarse su reserva de agua. El calor lo adormeció.
Lo despertó la voz amodorrada de Sofía al fondo del departamento. La noche estaba iluminada por el tenue resplandor azul de la luna de dos watts amarrada al cable de la corriente eléctrica y soplaba un viento frío que echaba a girar remolinos de polvo como si lanzara trompos.
–¿Dónde estás, amor? ¿Y mi agua?
–Ya voy –dijo–. No te apures.
Bajó la duna y se dirigió hacia la entrada a la habitación cargando impertérrito el vaso de agua: al menos debería recorrer unos dos kilómetros. Al cabo de unos cientos de pasos, la blanda arena del desierto cedió lugar a una dura tierra seca, erosionada. Pero apenas alcanzó el librero y pretendía tomar otro descanso, se le presentó un hombre triste vestido con un arrugado traje negro y sombrero. De la boca pendía un ajado cigarrillo sin filtro. Interrogó por fuego con la mano haciendo la seña de frotar un encendedor invisible.
–Ya no fumo –informó él, aunque se revisó los bolsillos.
–Quizá si lo pongo directo al sol…
El hombre se retiró caminando hacia el oriente. Lo vio dos días más tarde, vagando por encima de un médano, triste y ardiendo en llamas. Había conseguido encender su cigarro, sin embargo, también había terminado por prenderse fuego a sí mismo. El agua del vaso no alcanzó para sofocar el incendio. El hombre estaba tristísimo y se despidió pronto. Decía que en la noche se usaba a sí mismo para mandar señales de humo.
A veces caían diluvios a través de las goteras. Él llenaba el vaso de agua y abría la boca para beber, mientras agradecía a su flojera por no haber impermeabilizado el techo. Algunas noches, la temperatura bajaba y se tenía que meter debajo de la esterilla para tolerar los fríos. Otras noches eran tranquilas y él se quedaba contemplando la fotografía del bosque que colgaba en la pared. La había tomado Sofía sin intenciones artísticas, accidentalmente, pero cuando la analizaron más tarde había distinguido la mirada de acecho de un coyote. Él había usado una escalera de mano para poder encaramarse hasta el cielo y asomarse a esa fotografía. A veces se apuraba para tratar de alcanzar la puerta de la recámara, pero le parecía que ésta se mantenía constantemente a dos kilómetros de distancia. Dejó de ir hacia allá cuando notó que quizá se trataba de un espejismo.
Comenzó a sonar el teléfono y él corrió para responderlo antes de que el campanilleo despertara a Sofía.
–¿Bueno?
–Buenas tardes, queremos ofrecerle una tarjeta de crédito.
–No me interesa gracias.
–¿Sabe si le va a interesar en un mes?
–No molesten, por favor. Son las tres de la mañana. Mañana tengo que entregar un proyecto.
Un día se encontró con una pareja de turistas estadounidenses. La mujer, que era quien mejor hablaba español, le preguntó por la ciudad de México.
–Váyase todo derecho hasta aquella puerta –les indicó–. Es la salida del departamento. No tomen la otra puerta porque ésa es la del baño. Luego bajan las escaleras, cruzan un patio y ya, salen a la ciudad de México.
Un día se despertó y vio un alacrán negro frente a sí en posición de crispación y alerta. Por cómo ponía en tensión todo su cuerpo, el bicho le recordó a un pavo real en celo. Debía ser el que había espantado hasta las lágrimas a Sofía.
–Estás caminando en círculos –dijo el alacrán, sacudiendo su cola.
La sombra de un periódico doblado planeó a diez centímetros del suelo hasta cubrir al alacrán. Un solo golpe bastó para exprimirle la gelatina de su interior.
Una tarde, andando con la cabeza gacha, chocó contra la pared. Decidió caminar pegado a ella hasta alcanzar la puerta de la recámara. Cuando la abrió, descubrió a Sofía dormida. Puso el vaso a un lado de la mesilla de noche. Adormilada, su mujer se levantó un poco, estiró la mano y bebió agua. Él se había metido ya a las cobijas.
–¿Por qué tardaste tanto?
–No sé. Maté al alacrán.
–Te amo, Julio –dijo ella antes de volverse a quedar dormida y respirar suavemente a través de la boca entreabierta.
Él le dio otro beso en la frente y luego entrelazó los dedos detrás de la nuca; miró el techo y pensó en que no conocía a ningún Julio. Al cabo de media hora de insomnio, se durmió.
martes, noviembre 23, 2010
El viudo
Este cuento obtuvo mención honorífica en el concurso 39 de Punto de Partida. Espero sus comentarios.
Una mujer y Robert L. Hawking
Les dejo un enlace a uno de mis primeros cuentos publicados. Espero que les guste.
lunes, noviembre 08, 2010
El asfalto es piel
El cronista se apersona cerca de la hora señalada a una cuadra del lugar donde se presentará Susana San José y El Arraigo Domiciliario, pero al consultar el reloj nota que es demasiado temprano y decide encaminar sus pasos al azar y termina extraviado en la colonia Condesa, recorriendo a contracorriente de los automóviles el circuito de cuarto de milla que alguna vez perteneció a un hipódromo y hoy lleva el nombre de calle Ámsterdam. Cuando consigue liberarse de su giro y trata de reconocer dónde lo ha dejado el azar, nota que ha desembocado en la calle de Mexicali: ha regresado al lugar de partida y ahora lleva más de veinte minutos de retraso. Desde la puerta del bar se escuchan guitarras eléctricas, voces, el ritmo del movimiento. «Nada más fueron veinte minutos tarde», se recrimina. Pero el cronista no ha aprendido nada sobre la puntualidad: sigue siendo temprano y aquellas guitarras, esa voz y el movimiento se apagan de golpe y lo que ha terminado es apenas el ensayo, las pruebas de sonido.
De su bolsillo, el cronista saca su libreta y revisa sus preguntas. Porque el cronista cree que en lugar de hacer crónica, hará una nota. Dirá el periodístico qué, el por qué, el cómo, el cuándo, el dónde y la enviará a la redacción: Susana San José y El Arraigo Domiciliario, porque presenta su disco El asfalto es piel, habrá toquín, jueves dos de septiembre, un bar de la calle Mexicali. Pero ya se ha pedido la primera cerveza.
Con respecto a la puntualidad, el cronista se enterará que si una cita se anuncia a las ocho y media sólo está disfrazando las diez y media de la noche. Hasta esa hora Susana San José se para en el escenario, le tiende su voz al micrófono para decir hola, agradecer la presencia de sus amigos y del público anónimo (el cronista queda incluido dentro de este subconjunto), y apenas arrancados los primeros acordes, el cronista encuentra en la voz joven y delicada (y rasgándose) la emoción que provoca que el mutante rock no muera jamás y ante todos abre ese camino que enreda y desenreda el caos, los dolores y las alegrías, los brincos, el aturdimiento y la lucidez, la furia del amor, y que, en ocasiones, ofrece respuestas vitales o integra, como ella afirma, «partes del rompecabezas de la vida». Los fragmentos de una educación sentimental y musical que embonan en la personalidad y la sostienen.
Detrás, El Arraigo Domiciliario, un grupo heterogéneo que no comparte las afinidades de pertenecer a una misma brecha generacional, respalda la propuesta de esta artista con una intensidad envidiable. En el conjunto destaca la presencia, en el bajo, de Armando Vega Gil, escritor y botello; pero no son menos de llamar la atención René Medina en la batería, Ernesto Avilez y José Luis González en las guitarras eléctricas. Los instrumentos se han afinado y Susana San José, quien momentos antes ha agradecido la presencia de todos, cambia de actitud y abre el toquín con esa especie de oración a la alegría bucólica y provinciana que es «Pescadito blanco», la misma canción que inicia su disco.
«Empecé a grabar este disco a principios de 2007 con diferentes músicos invitados», aclara en entrevista. «El Arraigo Domiciliario, mi grupo base, se formó una vez que ya había terminado de grabar». De allí, supone el cronista (que escribe esto al día siguiente, y ya ha escuchado el disco un par de veces), el contraste sobre la presentación en vivo y el disco. Dos caras de una misma moneda que brillan con igual intensidad, pero con diferencias marcadas.
En el disco se advierten sutilezas y experimentación: a mitad de una canción entra un solo de chelo que ayuda al oleaje de «El mar encadena»; en la música de este toquín lo que persiste es un impecable jugueteo entre lo ensayado y lo improvisado. Quizá la diferencia más notable es que, en vivo, el cronista baila y, frente al disco, el cronista escucha, busca desentrañar el discurso, entender a que se refieren ciertas oscuridades. ¿Son declaraciones de amor furioso o amenazas veladas de abandono lo que se escucha en «Drid pop», cuando en vivo es una invitación irresistible a la agitación corporal, al tembleque, al salto?
Dos temas son de la autoría de la misma Susana San José: «Viaducto Tlalpan» (en colaboración con Armando Vega Gil), recuento de un avance por la calle, y «Azúcar». En esta última se establece un límite y se marca quizá la poética de la rockera que sabe que : «Es el fin de una edad, no habrá más dulzura / Es el fin de una edad: la edad de azúcar».
Las demás canciones son variantes de temas ya conocidos, pero de vigencia y reedición siempre necesaria. «Canción de amor», de Francisco Barrios (que en voz de Susana San Juan es una invitación directa a la lujuria); «Bonzo», de Jaime López, (ese cuento de desamor y prendidez y fuego y torpeza que termina por quemar el cielo); «Soledad», de Botellita de Jerez; «Drid pop», de Lichis (tocada originalmente por La Cabra Mecánica); «Pescadito blanco», de Porfirio Almazán y «El mar encadena», de Mauricio Díaz El Hueso.
«El disco contiene ocho piezas y estas canciones son parte del soundtrack, del rompecabezas de mi vida», afirma Susana San José, «de lo que me ha pasado, de cosas muy personales. Estas canciones reflejan cosas que yo hubiera querido decir. No las elegí por oportunismo ni por melodía sino porque el contenido es algo que me toca profundamente. Además de que el orden de las canciones es un pretexto para contar una historia mayor, lo interesante y divertido fue hacerlas mías y, de esa forma, rearmonizarlas.»
¿Por rearmonizarlas hablas de reestructurarlas, reanimarlas con tu juventud, recuperar su fuerza para una nueva generación? El reportero que, tras la tercera cerveza, devendrá en cronista olvida preguntar eso, pero ahora supone aquello como una hipótesis que tendrá que resolver el escucha de este disco.
En el escenario, Susana San José cierra los ojos, se mete al fondo de la letra, se quema, sigue enumerando las razones de por qué el asfalto es piel. Y nosotros, los ácaros de esta ciudad, pululamos en un reducto de sus axilas de concreto a ritmo de rock.
Postdata: Aquí pueden escuchar algunas canciones del álbum.
martes, agosto 10, 2010
Deforestación
Hoy que sé que no existes
te grito
sólo para comprobar que el eco
es el único compañero
de mi voz.
Yo soy asiduo del método científico
y esta comprobación
este grito destemplado
es mi despedida de ti
bosque que no existe
bosque deforestado
bosque yermo
bosque sin sombra
bosque mudo de árboles
bosque sin canciones de pájaros.
miércoles, agosto 04, 2010
martes, agosto 03, 2010
lunes, agosto 02, 2010
¡Alerta, está lloviendo!
Si ustedes nunca lo han hecho, háganlo: bailar sin música
y sólo con el sonido de la lluvia
es delirante.
A mí Tlaloc me estima y me hace partícipe de su danza.
Brinco en sus charcos,
bebo de su látigo de agua destructiva.
Pero sólo es la naturaleza.
Sólo es hoy que está lloviendo.
Post data: y ella llama y dice que no vendrá.
Y no quiso venir en el diluvio universal
justo cuando necesitaba hablar con ella
y la fiesta estaba en su apogeo.
y sólo con el sonido de la lluvia
es delirante.
A mí Tlaloc me estima y me hace partícipe de su danza.
Brinco en sus charcos,
bebo de su látigo de agua destructiva.
Pero sólo es la naturaleza.
Sólo es hoy que está lloviendo.
Post data: y ella llama y dice que no vendrá.
Y no quiso venir en el diluvio universal
justo cuando necesitaba hablar con ella
y la fiesta estaba en su apogeo.
sábado, julio 31, 2010
La cama de fuego
De fuego ha de ser la cama
De fuego la cabecera
La mujer que a mí me quiera
hemos de arder de a de veras.
De fuego la cabecera
La mujer que a mí me quiera
hemos de arder de a de veras.
miércoles, julio 28, 2010
domingo, julio 25, 2010
Otra hoja en blanco
Me despierto y me pongo a revisar las noticias y de pronto, en el suplemento cultural del periódico La Jornada encuentro mi nombre. ¡Que me han publicado y yo ni enterado!
Así que les copio el enlace
PD. Ya que andan por ahí, pues lean de una vez las otras noticias y artículos que les parezcan de interés.
PD2. La escribí con seudónimo.
Paseos nocturnos
En esta ciudad es la noche, pero a mí me han exiliado de la noche y su sonrisa. Busco un lugar prototípico donde descansar y beber una cerveza y no lo encuentro. Mi ropa, esta chamarra de mezclilla de Luz y Fuerza que me regaló un mi tío, no le parece adecuada a los cancerberos de las entradas. Vestido así, me ponen muchas trabas: que ya van a cerrar, que el lugar está lleno y no pueden violar los estatutos del aforo, que ya para qué entro si todos se están yendo (aunque nadie salga).
Yo me voy por las calles de la ciudad mirándole su lluvia, el reflejo de los semáforos en sus calles húmedas, el rostro de sus muertos: camino junto a la llorona, junto a sus fantasmas prehispánicos, sobre los huesos de los ancestros. Yo, como ellos, también tengo sed.
Voy gritando: ¡Amamántame, Ciudad de México, dame de beber!
Pero a la ciudad, a estas horas, se le olvida que fue laguna.
sábado, julio 24, 2010
viernes, julio 23, 2010
martes, julio 20, 2010
jueves, julio 15, 2010
Estas hojas
No sé de qué versarán estas hojas. Yo apunto mis opiniones lo más sosegado y reflexivo que puedo, pero estoy en el remolino y el remolino termina por arrebatarme toda prudencia. ¿De qué tratarán mis hojas? Pues no sé. Tengo ganas de decirle unas frescas a quienes se lo merecen, de comentar ciertos libros, de clavarme en la textura, de sosegar a veces mi neurosis, de glosar ciertos despertares. ¿De qué versarán mis hojas? Con que versen.
domingo, junio 06, 2010
Adrenalina mística
Uno va caminando. Encuentra algo que llama la atención. Una luz de atardecer amarillo entre edificios rosas, un pájaro muerto al borde de la banqueta, un viento oblicuo y suave que entreabre las ventanas de cortinas largas. Uno se detiene a ver esa belleza o atrocidad: se maravilla de la falta de significado de algunos sucesos y su inusitada intensidad. Como soy de carne, un tejido lleno de emociones, esas cosas pueden llegar a tener, mal puestas, hasta la capacidad de suscitar transformaciones espirituales.
Yo ya paso de esas ondas, pero la descarga de... ¿qué?, ¿adrenalina mística?, me cae bien.
sábado, abril 24, 2010
Balcan
Me gusta la música balcánica, el ritmo desenfrenado de los posesos instrumentos de viento. Una orquesta balcan siempre me prende, y yo cuando me prendo quiero incendiar a otros, hacerlos partícipes de esa danza. Cómo disfruto bailar. De la música balcánica lo que me gusta es su ritmo, lo que su ritmo hace conmigo: soy todas las partes de mi cuerpo: su ritmo me libera.
PD. Y además qué muchachas tan guapas.
PD. Y además qué muchachas tan guapas.
martes, abril 20, 2010
El "gusto especial" de Calderón
Joaquín Sabina llega a México y en rueda de prensa, sintiéndose campechanamente nacional, suelta una serie de afirmaciones sobre la ingenuidad del que ocupa la silla presidencial que calan hondo en los tímpanos de los más encendidos chauvinistas. “¿Pero cómo se atreve a opinar ese español de lo que se debe hacer en México?” u “otra vez creen que nos van a conquistar con espejitos” son parte de las afirmaciones con que algunas personas en la calle y en el ciberespacio se rasgan las vestiduras del orgullo patrio. Y es que, según este razonamiento furibundo, el Estado mexicano es soberano y nadie va a venir a decirnos cómo hacer las cosas. Supongo que bastaría con recordarles a esos compatriotas quiénes son los dueños de la mayoría de los bancos, las fábricas, las tiendas de autoservicio, los programas televisivos; quiénes los fabricantes de armas, automóviles, aviones, tecnología; quiénes los autores más vendidos, los discos más escuchados, las obras de teatro más montadas, para que se diluya su preocupación por las ideas vertidas por Sabina (que además no son nada novedosas y que han tenido sus expositores nacionales, a los que nadie pela porque no son extranjeros: el ir y venir del malinchismo-chauvinismo hecho en México).
Pero como esa nueva exhibición de la ingenuidad de Calderón no se puede quedar sin respuesta, porque aquello de la libertad de expresión siempre tiene que ser matizado por la autoridad, de inmediato salió a la palestra el secretario de Gobernación a aplacar con elegancia y seriedad, al menos en la actuación, a los que pedían la aplicación defenestradora del artículo 33 constitucional. Gómez Mont afirma que “no se espere de mí una actitud revanchista o acomplejada frente a los dichos del señor Sabina”. Y añade que, por otra parte, o quizá el motivo fundamental de este gracioso perdón, el ciudadano Calderón “tiene especial gusto por la música de don Joaquín Sabina”.
(Y aquí apunto una charla imaginaria. –¿Corremos a ese izquierdoso drogo borracho, señor? –No, cómo crees. Si yo tengo un especial gusto por su música.)
Ante la situación, uno no deja de preguntarse, bastante intrigado y medio sacado de onda, qué será lo que en don Felipe Calderón despiertan las canciones de Sabina. Basta examinar un poco las canciones del español para que el misterio se vuelva insondable. ¿Cuál será la canción favorita del señor Calderón? ¿“Y nos dieron las diez”, por aquello de que quizá transcurre, por la similitud con ciertas canciones rancheras de los acordes de su música, en algún lugar de este lado del charco? Habría que considerar, sin embargo, que el sujeto poético de la canción termina, en su desesperación por no encontrar al antiguo amor de ocasión, apedreando los cristales de un “banco hispanoamericano”. Digamos, por tanto, que el amoroso tiene algo de vándalo. Así que, ponderadas las “cualidades anticriminales” del ocupante de Los Pinos, esa canción queda descartada.
¿Será entonces la que dice: “yo quiero ser una chica Almodóvar, como la Maura, como Victoria Abril, un poco lista, un poquitín boba…”? A pesar de que la bobaliconería pueda aplicarse sin miramientos a Calderón (y a todos los que se creen más listos de lo que son, incluido el que arriba firmante) y embonarle como anillo al dedo, la rola alude a ciertas honduras homosexuales que el panismo quisiera ver anuladas. Ergo, esa tampoco parecería ser de las que le produzcan “un gusto especial”.
Quizá la que le pone los vellitos de punta sea aquella que comienza: “sentados en corro, merendábamos besos y porros. Y las horas pasaban deprisa entre el humo y la risa”. Su ritmo bandolonero y la saudade de la voz que afirma que “no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió” pueden enganchar a cualquiera que tenga una ligera brizna de sensibilidad. Pero la palabra “porro” viene a trastornar esa posibilidad. ¿No acaso los porros son esos cigarrillos hechos de la vilipendiada ma-ri-gua-na? ¿Cómo entonces? ¿Acaso es probable que la ma-ri-gua-na sea compatible con la risa, con la nostalgia? No, imposible, aquí lo único que se admite es el sacrosanto alcohol, que es tan bueno que hasta Cristo lo bebió. O a ver, ¿cuándo se vio que el mesías se diera un toque? Y no es excusa decir que en la Jerusalén de entonces no existía esa planta, porque Dios es Dios y, si hubiera querido, hacía una plantación y de un porro armaba quinientos y, órale, todos a ver a Dios en el desierto.
¿Cuáles serán las canciones por las que siente ese “gusto especial” Calderón? ¿Todas las que no hablen de drogas, maleantes, homosexuales, adúlteros, piratas cojos, prostíbulos? Es decir, todas las de amor, notoriamente emotivas (que por otra parte nacieron de una intuición que incluía a las drogas, los maleantes, los homosexuales, los adúlteros, los piratas cojos y los prostíbulos).
Vano continuar con la ociosidad de buscarle explicaciones al “gusto especial” de Calderón. Pero no dejan de intrigar los vericuetos mentales que llevan a disfrutar a un sólido panista de ese tipo de canciones. Por ningún lado se ve la coincidencia entre el panismo y la poética sabinista. Básicamente son tan antagónicos que el profundo humanismo con que Sabina retrata en todas sus canciones a sus personajes y sentimientos, sin importar que su personaje sea un ladrón de bancos, un robacoches o un ciudadano cero, es incompatible con la ideología de un solo pensamiento, una sola estrategia, que domina este país. Esa estrategia que ya ha acabado violentamente con la vida (¡la vida!) de veintidós mil personas que tenían hijos, padres, novias, hermanos, amigos, palabras. Se puede nombrar diez, veinte, cincuenta pueblos enteros en este país que no alcanzan esa cantidad de gente. ¡Pueblos enteros! Una estrategia que en tres años, para ponerla en perspectiva, representa en muertos el número de individuos que caben el estadio del Atlante. Y la imagen mental derivada de ese símil es aterradora: un estadio donde sus tribunas abundan en asfixiados, descabezados, ahogados, metidos en tambos, acribillados, con tiros de gracia, niños atrapados en fuego cruzado, mujeres violadas, torturados…
Cada quien tiene el derecho de ponderar lo que anima su sensibilidad. Pero algunas personas, sobre todo a los que creen que la mejor manera de resolver los problemas es llevar un ejército a respaldar sus visiones, deberían restringir por pura coherencia la emisión por interpósita persona de sus gustos. Sólo contribuyen al desconcierto y la extrañeza que abundan en este país y enlodan la obra de un artista verdadero.
lunes, enero 04, 2010
El mensaje de año nuevo
Al escuchar el mensaje de año nuevo de quien es presidente de este país, no puedo dejar de pensar que este 2010 puede convertirse en un otro año perdido. Desde los primeros días de enero, el que dirige (¿dirige?) los rumbos del país renueva su compromiso de atacar con todas las atribuciones a su alcance a la delincuencia organizada. Y en mí rebulle la sensación de que tengo que hacer algo, lo que esté a mi pobre alcance meramente personal, meramente ciudadano, para tratar de responder a lo que me parece que es un camino equivocado.
El presidente, y junto con él los empresarios, los panistas, miles de ciudadanos, decidió, al inicio de su sexenio, que ya no se podía tolerar tanta violencia en México y emprendió lo que ahora se conoce como “guerra contra el narcotráfico”. Esta guerra necesitaba de los elementos más capacitados, menos corrompidos, para llevar a cabo dicha actividad y por ello recurrió al Ejército. Los sacó de sus cuarteles y los puso a vigilar las calles: han hecho retenes, han perseguido a los delincuentes y han aplicado con ellos tácticas que son características de cualquier tipo de guerra (por ejemplo, repeler agresiones con fuego mortal, después de todo, un ejército no libra batallas a medias). En ese camino han cometido, según reportes de la prensa, más de una equivocación y el resultado ha sido terrible, aunque la apatía del resto de nosotros ha permitido que sus vidas, como si no importaran, como si no tuvieran su derecho a atardeceres, tranquilidad, amor, respeto, se pierdan en una nube de indiferencia. Ha muerto una familia que no se detuvo en un retén, una niña que viajaba en un microbús con su padre, un hombre que se dirigía a visitar a un amigo en un fuego cruzado. A esto, Hollywood nos ha dicho que se le denomina “daños colaterales”, es decir, bajas inmerecidas que son parte de un plan mayor.
Yo pienso en ese plan mayor. ¿Cuál es su finalidad? Pienso en una hipótesis de respuesta: las autoridades desean reducir (imposible erradicar) el grave índice de narcotráfico en el país. El plan sería loable si el ser humano no fuera tan simple como el plan. Se le gana a los malos y ya, todos los buenos vivimos con tranquilidad: viajamos, comemos, vestimos, nos educamos, trabajamos, nos divertimos bien y para siempre. Pero, lamentablemente, el ser humano no es así de simple. Y no hablo del ser humano mexicano (no aún), sino del ser humano en general. No es simple. No voy a meterme por ahora en la vieja discusión de si el ser humano es bueno o malo o tabula rasa por naturaleza. Lo que sé, es que la mayoría de las personas que son “buenas”, digamos, requiere de condiciones indispensables para serlo. Estas incluyen (y no son todas porque no tengo la capacidad para ver todas y enlistarlas) una educación no dogmática, un trabajo que genere ingresos suficientes para la vida, óptimas circunstancias de entorno, acceso a la información, al arte y a la cultura, etcétera. Y aún con todos esos requerimientos cubiertos, tampoco se puede garantizar nada.
El ser humano no es sencillo. No se le puede decir “ten estos diez mandamientos y guíate por ellos”. El ser humano es uno y su circunstancia. Esa intuición de Ortega y Gasset (“yo soy yo y mi circunstancia”) puede ser un buen punto de partida para tratar de desentrañar el problema.
¿Cuántos de los que ahora, veinte, treinta años después, son los delincuentes, tuvieron acceso a la educación, y con la educación al trabajo, veinte, treinta años antes? ¿Cuántos de los delincuentes han tenido siquiera el chance de acceder a un libro, a una pintura, a una obra de teatro, a una buena película? Yo no los voy a disculpar por sus acciones, sin embargo, pretendo despertar una consciencia sobre ellos y su circunstancia. Sé que habrá gente que se indigne ante mis comentarios, que dirá que yo soy un ingenuo o me dirá otras linduras más subidas de tono. Pero creo que hemos malinterpretado la circunstancia de ellos. No sólo malinterpretado, sino que además les hemos pedido que, a pesar de que carecieron de educación, alimentación, de una formación válida, de acceso a cualquier medio aparte de la televisión para informarse, sean “buenos”. Creo que le pedimos mucho a esos seres que no tuvieron más que resentimiento para comer, resentimiento para trabajar, resentimiento para vivir. Sé que existen muchos casos de éxito a pesar de las desventajas: mucha gente que no tuvo nada pero que hoy en día es un buen barrendero, un buen destapacaños, un buen labriego, un buen comerciante. Pero habría que darse cuenta: la mayoría de quienes fueron pobres ayer lo siguen siendo hoy, pero buenos, domesticados para servir a los intereses de los más educados.
El presidente de México parece desdeñar la educación al privilegiar las armas. Contra un arma, nuestra herramienta humana más eficaz para establecer un puente entre dos seres humanos, el diálogo, tiene poca utilidad. La educación en la violencia no es el mejor lugar para el desarrollo de una persona. Y el presidente está educando a una generación de niños a resolver los problemas mediante la violencia. No sólo eso, también educa a no permitir desviaciones en una conducta humana que él considera que no tiene alternativas.
El presidente, y junto con él los empresarios, los panistas, miles de ciudadanos, decidió, al inicio de su sexenio, que ya no se podía tolerar tanta violencia en México y emprendió lo que ahora se conoce como “guerra contra el narcotráfico”. Esta guerra necesitaba de los elementos más capacitados, menos corrompidos, para llevar a cabo dicha actividad y por ello recurrió al Ejército. Los sacó de sus cuarteles y los puso a vigilar las calles: han hecho retenes, han perseguido a los delincuentes y han aplicado con ellos tácticas que son características de cualquier tipo de guerra (por ejemplo, repeler agresiones con fuego mortal, después de todo, un ejército no libra batallas a medias). En ese camino han cometido, según reportes de la prensa, más de una equivocación y el resultado ha sido terrible, aunque la apatía del resto de nosotros ha permitido que sus vidas, como si no importaran, como si no tuvieran su derecho a atardeceres, tranquilidad, amor, respeto, se pierdan en una nube de indiferencia. Ha muerto una familia que no se detuvo en un retén, una niña que viajaba en un microbús con su padre, un hombre que se dirigía a visitar a un amigo en un fuego cruzado. A esto, Hollywood nos ha dicho que se le denomina “daños colaterales”, es decir, bajas inmerecidas que son parte de un plan mayor.
Yo pienso en ese plan mayor. ¿Cuál es su finalidad? Pienso en una hipótesis de respuesta: las autoridades desean reducir (imposible erradicar) el grave índice de narcotráfico en el país. El plan sería loable si el ser humano no fuera tan simple como el plan. Se le gana a los malos y ya, todos los buenos vivimos con tranquilidad: viajamos, comemos, vestimos, nos educamos, trabajamos, nos divertimos bien y para siempre. Pero, lamentablemente, el ser humano no es así de simple. Y no hablo del ser humano mexicano (no aún), sino del ser humano en general. No es simple. No voy a meterme por ahora en la vieja discusión de si el ser humano es bueno o malo o tabula rasa por naturaleza. Lo que sé, es que la mayoría de las personas que son “buenas”, digamos, requiere de condiciones indispensables para serlo. Estas incluyen (y no son todas porque no tengo la capacidad para ver todas y enlistarlas) una educación no dogmática, un trabajo que genere ingresos suficientes para la vida, óptimas circunstancias de entorno, acceso a la información, al arte y a la cultura, etcétera. Y aún con todos esos requerimientos cubiertos, tampoco se puede garantizar nada.
El ser humano no es sencillo. No se le puede decir “ten estos diez mandamientos y guíate por ellos”. El ser humano es uno y su circunstancia. Esa intuición de Ortega y Gasset (“yo soy yo y mi circunstancia”) puede ser un buen punto de partida para tratar de desentrañar el problema.
¿Cuántos de los que ahora, veinte, treinta años después, son los delincuentes, tuvieron acceso a la educación, y con la educación al trabajo, veinte, treinta años antes? ¿Cuántos de los delincuentes han tenido siquiera el chance de acceder a un libro, a una pintura, a una obra de teatro, a una buena película? Yo no los voy a disculpar por sus acciones, sin embargo, pretendo despertar una consciencia sobre ellos y su circunstancia. Sé que habrá gente que se indigne ante mis comentarios, que dirá que yo soy un ingenuo o me dirá otras linduras más subidas de tono. Pero creo que hemos malinterpretado la circunstancia de ellos. No sólo malinterpretado, sino que además les hemos pedido que, a pesar de que carecieron de educación, alimentación, de una formación válida, de acceso a cualquier medio aparte de la televisión para informarse, sean “buenos”. Creo que le pedimos mucho a esos seres que no tuvieron más que resentimiento para comer, resentimiento para trabajar, resentimiento para vivir. Sé que existen muchos casos de éxito a pesar de las desventajas: mucha gente que no tuvo nada pero que hoy en día es un buen barrendero, un buen destapacaños, un buen labriego, un buen comerciante. Pero habría que darse cuenta: la mayoría de quienes fueron pobres ayer lo siguen siendo hoy, pero buenos, domesticados para servir a los intereses de los más educados.
El presidente de México parece desdeñar la educación al privilegiar las armas. Contra un arma, nuestra herramienta humana más eficaz para establecer un puente entre dos seres humanos, el diálogo, tiene poca utilidad. La educación en la violencia no es el mejor lugar para el desarrollo de una persona. Y el presidente está educando a una generación de niños a resolver los problemas mediante la violencia. No sólo eso, también educa a no permitir desviaciones en una conducta humana que él considera que no tiene alternativas.
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