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miércoles, diciembre 08, 2010

Viajes caros

Sabía que aquel viaje me iba a costar un ojo de la cara y, sin embargo, decidí que tenía que conocer a los gringos en su hábitat, quitarme la mala impresión que siempre me dan en las playas o en las discotecas o cuando besan a la mujer que amo y sonríen con sus dientes de comercial.
    Pagué mi pasaporte, los derechos de tener una entrevista, me vestí elegante (hasta me rasuré, me eché loción, me peiné) y fui a la embajada. El cónsul me pidió referencias bancarias, yo le entregué mis talones de pago, él quería ver más abultada mi cuenta, yo no tenía el dinero suficiente. El tipo estaba a punto de despedirme con un ademán de la mano cuando probé un último recurso: me quité un ojo y lo introduje debajo de la ventanilla. El cónsul, sorprendido como un hombre que sólo trabaja para pagar sus cuentas y no espera toparse con un lunático el primer día, justo el primer día, tomó el ojo entre las manos y fue a consultar al embajador. Regresó al cabo de un minuto:
    –Aquí sólo aceptamos ojos azules.
    Y me negó la visa.






*Aparecido en Matardragones, 2003.