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MAL SISTÉMICO
Ciudad de México, 19 de octubre de 2011
La primavera árabe trajo al siglo una forma inédita de organización: difundir y solidarizar el descontento mediante las redes sociales virtuales. El descontento de este movimiento ha conseguido resultados impensables hace apenas diez años. En Túnez, tras más de dos décadas en el poder, cayó el gobierno de Ben Alí, se han legalizado todos los partidos y se han previsto para octubre una elección para una Asamblea Constituyente. En Egipto, el régimen de Hosni Mubarak también colapsó y, bajo la dirección de los militares, se ha convocado a nuevas elecciones en noviembre. En Jordania, el rey Abdalá II ha destituido a uno y otro peón del Ministerio del Interior con tal de que el conflicto no aumente y pretenda revertir el sistema en el que tan a gusto se vive cuando se es rey. En Libia, luego de cuarenta y un años de coronel Gadafi, se desató una feroz guerra civil de la que aún no se observa solución. (Actualización antes de postear: Gadafi está muerto).
Países dominados por gobiernos de líderes y sistemas longevos han encontrado en las redes sociales su mejor forma de organizarse. Y una vez organizados, ni siquiera los apagones digitales han podido detener su marcha. ¿Qué denunciaban? Lo usual desde hace cuatro o cinco décadas en la mayoría de los países denominados tercermundistas: desempleo, falta de vivienda, inflación en el precio de los alimentos, corrupción, falta de libertad de expresión, pobres condiciones de vida, necesidad de democracia.
Una vez conseguido estos cambios de regímenes (además logrados casi al mismo tiempo, lo que puede desembocar en gobiernos africanos afines en ideas), ¿qué pretende la Primavera Árabe? ¿Occidentalizarse en su trato con la autoridad? ¿Combatir la desigualdad? ¿Desterrar la corrupción? ¿Comenzar la necesaria separación entre los gobiernos civiles y eclesiásticos? ¿Establecer el sistema democrático?
El panorama luce nebuloso para un mexicano que trata de entender un fenómeno social que ocurre a lo lejos y del que él no es parte.
Sin embargo, la ola del descontento ha subido de África a Europa, y en España un grupo de inconformes, también llamados Indignados, se pusieron de acuerdo mediante el Facebook y el Twitter y el Tuenti y se asentaron en diversas plazas de españolas y, de la forma en que Gandhi nos ha enseñado, protestaron pacíficamente y de manera no violenta contra esa economía que los tiene muy metidos en la crisis. (En sentido estricto, ¿es culpa de los que detentan el gobierno de ese país? Todos sabemos que los gobernantes, como en cualquier forma de gobierno, reaccionan a poderes fácticos, a los intereses creados, al cuestionable cuando excesivo pero legítimo ánimo de lucro personal...) (En un sentido aún más estricto, ¿no podría tratarse de una cuestión sistémica?)
En España, el movimiento de los indignados no pretendía derrocar al rey Juan Carlos y su prole. Tampoco obtener la renuncia de Zapatero. Supongo que no buscaban la revolución sino la concientización de su clase política acerca de su existencia y su desesperación ante lo que como ciudadanos, observan que es un camino sin retorno. Pedían que se hiciera algo.
En esta fecha, el movimiento de indignados ha levantado los campamentos de la Plaza del Sol, y continúa pidiendo que se haga algo y da sus propios puntos de vista sobre el asunto. Se ha organizado de diferentes maneras, sobre todo por las redes sociales, y se sigue reuniendo. Quizá busca que España despierte a una nueva forma de comprenderse a sí misma. (Hasta se les tomó por televisión y animaron el corazón de los españoles un rato; por ejemplo, el de aquellos que hubieran deseado estar en los campamentos y no pudieron estar presentes porque al día siguiente tenían que trabajar para medio alimentar a la familia, pero que si hubieran tenido tiempo, o las cosas se hubieran puesto más difíciles, estarían allí hombro con hombro...)
Y después de que el movimiento español se diluyera en propuestas de los más activos participantes a los mítines, todas ellas justas, he aquí que nos topamos con la noticia de que un grupo de ciudadanos estadounidenses, diez años después del atentado más atroz de la historia de guerras de nuestros vecinos del norte, se va, lleno de ideas revolucionarias, y se planta a las puertas de "su corazón financiero (según palabras dichas por películas y ciudadanos estadounidenses)": Wall Street.
También están indignados. El movimiento de descontentos es una gran ola que ha saltado el charco.
Los han arrestado ya por caminar por el puente de Brooklyn. Se les ha suspendido la limpieza del parque (privado) en el que acampan. Para este momento, estoy seguro, las autoridades siguen pensando qué harán con ellos.
En más de 80 países se han propuesto salir a marchar a la misma hora para demandar mejoras en sus sociedades.
Todos estos indignados desde la primavera árabe hasta el otoño occidental, desde Túnez hasta Estados Unidos de América, todos ellos están preguntando lo mismo: ¿dónde están los empleos?, ¿qué onda con las casas?, ¿qué pasa con la corrupción?,...
Llegados al punto actual, en el que se ha afinado la percepción del mundo y sus habitantes de maneras antes inconcebibles (tan inconcebibles, que en casi ningún libro o película de ciencia ficción se previeron las redes sociales como formas de comunicarse en el futuro ni como posibilidad para armar revoluciones), lo que todo el borlote trae a colación es que ha llegado la hora de un cambio pacífico del modelo económico.
¿Pero de qué se podrá tratar esa nueva vía, habida cuenta de que el socialismo se derrumbó hace veinte años? ¿Qué sistema podría terminar con el gran juego?
¿Con qué propuesta revertir el verdadero error sistémico?
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