Sería largo enumerar las dificultades de Gla para tallar una lanza. Había sido complicado encontrar lascas adecuadas para afilar la rama de sauce. Pero que su plan pasara inadvertido le había costado más trabajo: las malditas gelatinas eran muy sensibles a sus movimientos por el bosque y siempre sabían dónde encontrarlo, en qué madriguera estaba oculto.
Se puso en guardia y miró la gelatina que tenía más cerca. Rotunda, estática, simulaba en su inmovilidad ser casi una montaña rosácea. Sus ocho metros se alzaban por encima de los árboles y destacaban contra el azul del cielo. Era nauseabunda. Quizá la gelatina también lo vio allí abajo, aferrado a su lanza, sucio, el cabello enredado lleno de hojas secas y los pies cubiertos de lodo verde, porque se agitó. Tembló la plasma de su corpachón amorfo y expelió su gas azufroso. Comenzó a moverse.
Se dirigía hacia él.
Ora sí, hija de la chingada, dijo, esperando, decidido a trozar a aquella especie de gargajo. Pero la baba, rodando sobre el pasto, eludiendo los árboles, llegó frente a él y, antes de que Gla pudiera clavar la lanza en alguno de sus orificios, lo tomó de los pies y luego sumió el cuerpo desnudo del hombre dentro de su masa viscosa. Le arrebató la lanza sin que él pudiera hacer nada para evitarlo, le estiró los cinco dedos de cada mano y paralizó su figura en posición de X. Ahí estaba de nuevo, la angustia de esos treinta segundos de inmovilidad en que la gelatina lo mantenía dentro de sí, en esa asfixia, invadiéndolo desde las narices hasta los pulmones, entrando fría por la boca hasta el estómago. La baba lo rodeaba, presionándolo por todos lados: no sólo le rodeaba toda la piel, sino que se había filtrado por su boca y por sus orificios nasales y taponaba su esófago, escurría por sus intestinos, se mezclaba a la sangre, rodeaba su corazón y quizá por un momento lo detenía: como una mano que atrapara una mariposa al vuelo. Hubiera querido gritar, pero él no se pertenecía a sí mismo: su vida no era suya sino de la baba.
Recuperaba el oxígeno y cierta autonomía cuando la gelatina lo soltaba: lo expelía de su cuerpo y lo dejaba caer en el pasto, casi como si lo tendiera, pero ahora limpio, seco, desnudo, sin la lanza, pero también sin hojas secas en el cabello suave, alborotado, ni lodo en los pies, más bien una fresca sensación de masaje.
–Gla, Gla, globinobo guludulabile. Gla, gla, gla –dijo la masa al alejarse.
Siempre, mientras se iban, barbotaban gla, gla, gla, maullaban gla, gla, gla, ronroneaban, gla, gla, gla. Las malditas gelatinas.