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martes, enero 11, 2011

Un sueño recurrente




Tengo un sueño recurrente: sueño que despierto y soy un hombre obligado al traje y la sonrisa grises, al desayuno apresurado, a salir rumbo a una oficina que queda en algún punto caótico de una ciudad llena de carros. 
          En ese sueño percibo un salario cada quince días y desempeño una función en el sistema que me sé de memoria y ya quiero aventar como un arpa inútil, pero no lo hago porque pienso en mi jubilación y las prestaciones de salud.
              Allí me divierto con actividades sencillas y disfrutables: jugar baraja con una señora, siempre la misma señora, que es mi esposa, ir al cine los miércoles, ver a los amigos en los bares, reír a carcajadas de chistes que, llegado a cierta edad, comienzo a conocer de memoria...
              Y en las noches, satisfecho, me acuesto y cierro los ojos y por fin despierto. Vuelvo a ser yo. «¿Qué significará ese sueño?», me digo, levantándome. «¿Qué significará ese sueño tan anodino?», me pregunto, pero no me doy tiempo de responder porque vuelvo a ser yo y otra vez mi nombre no tiene sentido y sé que sólo así puede significar algo mi persona: despersonalizado soy significativo. Avanzo por todos los caminos y todos los caminos se vuelven espaldas de tortugas, caracolean por los riscos, llueven plumas. Yo corro, brinco, empujo y, al dar vuelta en una esquina, encuentro en un aparador el rostro de mi madre muerta. La acompaño toda la noche por el mercado, de puntitas, hasta que la voy y la dejo sentada y ella me pide agua de limón, un poco de agua de limón antes de secarse. Yo no encuentro agua de limón sino que abro la llave del grifo y del chorro de agua brota Luci, una amante de un tiempo de amantes que hoy, felizmente, regresa. Ella me saluda de beso en la mejilla y me dice que ha pasado tanto tiempo y que yo me le extravié.
              -¿Cómo te ha ido? -me preguntan al unísono, con una sola boca, las cinco Lucis que conozco: la que jugó conmigo a la caricia de las narices, la que brincaba al ritmo desenfrenado que a mí me obligó a bailar, la que lloraba todas las mañanas, la de la mirada sesgada, la que nunca se aparecía cuando lo deseaba.
              -¿Cómo te ha ido? -inquieren.
              Yo les digo que he tenido un sueño recurrente y les platico del hombre que tiene un trabajo y juega baraja con su esposa. Pero todas mis Lucis se ha convertido en una estatua fúnebre y sólo pueden comunicarse conmigo mediante la telepatía.
              -Cuidado con los pliegues de los párpados -me susurran y yo las dejo en medio de los cuervos y las tumbas. Pero al dar media vuelta me invade el sueño, y cuando cierro los ojos, acurrucado en una banca de piedra a un lado del cementerio, cuando ya me está a punto de saltar un tigre o yo voy a asomarme a una ventana, se abre un hoyo y yo me hundo inconsciente en él. «Ah qué vida tan extraña», me susurro, sonriendo como si hubiera resuelto algo, antes de saber que otra vez me he dormido.
              Las horas negras pasan y me van desdibujando: sé que en cualquier momento vendrá de nuevo ese sueño recurrente que ni siquiera alcanza a ser pesadilla. Volveré a ser el tipo que despierta y tiene un nombre, siempre el mismo nombre y la misma rutina, y en esa rutina se quita las telarañas de la mente, se pone traje y sonrisa gris, besa a su esposa en la mejilla, y lleva un maletín y se inserta en el sistema como si tal cosa, lleno de horarios y avenidas.