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sábado, enero 29, 2011

Retrato de un viejo antes del horror



Hace calor y nada se mueve. El viejo está sentado en una piedra frente a su casa arruinada, con la escopeta entre sus piernas y el sombrero arriscado en la frente. Tampoco él se mueve. Ha perfeccionado la inmovilidad para evitar transcurrir la vida: sólo se prolonga. Estira sus elásticos días sentado en la piedra, aguardando sin prisa que revienten por sí solos.
         Ha visto morir a todos tomados por sorpresa. Asistió a la agonía arrepentida de cada uno de ellos, y al cabo de corto tiempo, entendió en las últimas voluntades, en las últimas confesiones apresuradas, que aquellas pasiones de todos los muertos, sus angustias, sus miedos, eran similares a los suyos propios, más terribles o más serenos pero casi un espejo borroso. Y solo ya en el pueblo, última sombra que había eludido los pasos de lo acechante, se juró que a él el horror no lo atraparía.
         Pero no es ingenuo ni se confía demasiado y sabe que si no muere limpiamente, por sí mismo, roto, deshojado, desmoronado, jodido, si el horror existe y es atroz, si no se detiene ante las primeras dos descargas, las últimas balas tendrán el destino de su propia frente. Y lo sabe sin prisas, con la convicción de quitarle al horror una víctima más de su destrucción.
          Un viento le roza la mejilla. No lo ha visto venir. Ha llegado hasta él sin levantar polvareda en la calle. El hombre piensa en levantarse porque sabe que ese frescor podría ser el principio de lo que aguarda. Pero la costumbre de la inmovilidad lo ha oxidado.
El viento silba a ras de suelo, traza a su paso los caminos de serpientes invisibles, alza el polvo, sacude los ventanales rotos. Si todavía hubiera un techo de lámina sobre alguna casa, aquel viento imprevisto lo habría echado a volar como un ala loca.
El hombre lo siente escurrir por su nuca; siente la falda, los dedos fríos del viento. Y sus ojos viejos, dormidos de sopor, se avivan. Al menos esto antes del horror. Este recordatorio momentáneo de que otras cosas existen aparte de él. ¡Sacúdete, viejo cementerio de casas!
Esa sensación del viento en la dermis, el cotidiano viento, y su propia indiferencia al hecho, de súbito, lo hacen entender que no se va a mover tan rápido como había pensado en un principio, que quizá no iba a tener tan buen tino, y que él estaba perdiendo el tiempo, el escaso, buscándole tres pies al gato.
Pero esa noche todavía no tiene fuerza ni ganas de meterse al jacal y se dilata aún otro momento. Quizá el horror sí aparezca esta noche, quizá hoy sí venga y cometa la cobardía de atacarlo mientras él disfruta de ese viento, sentado en una piedra, sombrero arriscado, con la escopeta sobre las rodillas.