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sábado, diciembre 18, 2010

Estar vivo me escuece

Estar vivo me escuece. Es una comezón por dentro de las venas que las uñas de mi sangre efervescente rascan y acrecientan.
   En la noche jamás encuentro reposo. No me seduce el cansancio, la cercanía del sueño o la suave invitación a rendir los párpados en la cama. Me siento vivo y se me erizan los vellos como estremecidas olas cerca de una tormenta eléctrica. En la noche comienza a vibrar mi piel como ante la inminencia de un terremoto o del sexo: o de nada.
   Me está esperando la calle, el asfalto, los locos. Las luciérnagas, los grillos lascivos, los pasos siempre furtivos de todos los pasos que transitan la noche.
   ¿Cómo evadirme del hechizo de la luna, si allá afuera exige mi presencia?
   El cielo barre todas las nubes con la escoba de los vientos.
   –Descorre la cortina –escucho–. Déjame entrar.
   Y lo que escucho podría ser un sueño o una ronda.
   Siento en la oreja el grito mudo de una luna que me llama por mi nombre.
   Si yo despertara, caminaría al patio y abriría mis manos y recibiría cada rayo como el agua de un chaparrón.
   Pero no despierto porque estoy despierto: esta es la realidad con todos sus pelos. Esta es su desesperación.
   La luna me llama.
   –¿Qué haces metido en tu casa, acostado, soñando esto, mientras yo me desgañito en el cielo?
   El timbre de voz de la luna es imperioso.
   Me llama.
   Y en mí bulle a cien grados un otro que me ha descobijado de la piel y se ha apoderado de mis ojos: me obliga a trepar a la noche como a un caballo ciego, me invita a hincarle las espuelas en las costillas: la noche es una cabalgata desbocada que termina siempre en barranca.
   De este paseo conozco las cicatrices, los rasguños, la sangre.
   Salgo para no faltar a la cita y la noche me ha reservado un cielo límpido al que la mera palabra límpido no alcanza a describir: barrido por la escoba de los vientos, el cielo se sacude las nubes y la luz naranja y queda como arena de un mar donde fosforean estrellas.
   Si yo fuera un niño cósmico, recogería todas como quien recoge conchas y haría un collar. ¡Quizá soy un niño cósmico y estoy huérfano en esta calle sublunar!
   Pero me ocurren cosas de un adulto borracho cualquiera: me detiene una patrulla; me pregunta el conductor que hago. Yo he estado contemplando la luna a través de las ramas de una jacaranda moradísima.
   –Estoy viendo la luna.
   Simple, sencillamente he obedecido la orden de salir y me he asomado a la rendija mortecina de la luna como a la ventana del ojo inquieto de una japonesa. Todo para tratar de averiguar qué pasa, de qué se trata la noche.
   El policía me mira con sorna y se va.
   Soy la epidemia de las calles oscurecidas. La infección de mi cuerpo enciende otro cigarrillo, otro clavo encendido para el ataúd de mi cuerpo: cargo mi pulmón izquierdo muerto.
   A las cinco de la mañana escribo una nota en mi teléfono celular: “vivir me escuece”. Después busco a quién mandarle ese mensaje: rastreo tu nombre entre la lista de contactos.
   El mensaje aletea hasta los satélites y yo ya no sé si arriba al teléfono que deseo. Pasan minutos infames en los que pienso que no encontraré respuesta. No encuentro respuesta. Todo duerme en estas calles.
   Y aunque sé que no es prudente, que mis acciones podrían parecer las de cualquier acosador trasnochado, marco.
   Suenan los repiques de llamada uno tras otro.
   Yo estoy en la confluencia de dos calles angustiosas. Aguardo. Y cuando al fin se levanta el auricular y una voz de mujer amodorrada inunda la línea, me presento: es inútil negar que se trata de mí porque en estos tiempos de identificador de números, las llamadas anónimas no tienen mucho sentido. Comienzo apurado una justificación amorosa: sólo el amor, o cualquiera de sus sucedáneos, puede explicar una llamada tan intempestiva. Pero apenas en las primeras líneas de una verborrea pretendidamente seductora, me detiene su voz.
   –¿Sabes qué? –me dice, en medio de mi trastabilleo verbal–. Estoy cansada.
   –Sí, sí, perdón –me apresuro a disculparme antes de colgar.
   Y me quedo con restos de oraciones ensayadas que, para exorcizar, arrojo a los árboles escuálidos que decoran, alejados de cualquier bosque, la ciudad.
   –Árbol –le digo–. En otra vida hubiéramos sido felices. Árbol, tendríamos que habernos conocido antes.
   Me alejo del árbol como uno se aleja de una amante que nunca volvió el rostro: con cierta sensación de haber hecho el ridículo y sólo esperando con esperanza idiota que venga la fría y dulce cobija de la muerte y el olvido.
   De eso se trata la noche. De eso y de buscar a veces bajo las piedras una respuesta.
   Y luego amanece, hace frío, el hombre de los tamales comienza a montar su negocio en una esquina…