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martes, noviembre 30, 2010

Un pájaro en mi casa


Un pájaro en mi casa, 2007







miércoles, noviembre 24, 2010

El desierto

a Miriam

Apagó la computadora y miró el reloj: los números rojos de la pantalla bailoteaban: las tres de la madrugada. Se talló los párpados cansados; fue quitándose la ropa mientras se dirigía a la cama. Aunque dejó el foco apagado y entró cauteloso, tierno, en las cobijas, su mujer despertó a medias. Estiró sus brazos tibios con flojera y farfulló un te amo, Julio, antes de volverse a arrebujar en las mantas. Él le besó la frente y se dio la vuelta para dormir. 
   –¿Me puedes traer un vaso de agua, por favor? –susurró Sofía, con la voz arrulladora con que a veces le pedía que le hiciera el amor. 
   Sofía despertaba con frecuencia en las noches, lo que muchas veces resultaba una ventaja. Un sábado se había incorporado a medias en la cama y se había quedado con la vista fija en la vela encendida con que su marido y ella erotizaban la habitación cuando se emborrachaban juntos. La suave flama con aroma a manzanas brincó de pronto del pabilo al cable de la televisión y escaló en cuestión de segundos el aparato hasta incendiarlo y llenar el cuarto de humo negro. El grito despertó a su esposo y él corrió por el garrafón de agua de la cocina y apagó el incendio. La mitad de la televisión había quedado chamuscada e inservible y desde entonces él solía decir que estaban aislados del mundo. 
   Antes, un jueves, Sofía se levantó, prendió la luz de la lámpara, fue descalza al baño, sintió el frío de las baldosas, regresó al cuarto y, junto a las pantuflas que había olvidado ponerse, descubrió un alacrán negro escalando las barbas del edredón de su cama. Lo tumbó al suelo de un tirón a la manta, pero cuando trató de aplastarlo con una pantufla, ya había desaparecido entre su ropa. Toda la semana, Sofía había sufrido la sensación que algo le recorría la espalda. 
   –Tengo sed –dijo entre sueños. Habían pasado quince minutos. 
   Él se levantó en la oscuridad, cruzó la sala, caminó por el pasillo, avanzó siete pasos antes de empujar la puerta de la cocina y estirar la mano para tomar un vaso en los anaqueles. Pero tocó una pared. Recorrió a tientas, con cuidado, buscando las repisas de los vasos, la pared rugosa hasta que sus dedos tropezaron contra el rincón donde se unía con la otra pared. “Ah, chinga”, se dijo, asombrado por no haber topado con el anaquel. 
   Prendió la luz y notó que apenas se hallaba en la sala. Apagó la luz y caminó por el pasillo, avanzó once pasos antes de abrir la puerta de la cocina y extender la mano para tratar de encontrar las repisas de los vasos. Pero halló una pared.
   Prendió otra luz: había regresado a su habitación: su mujer se tapó la cara con la cobija. 
   –Apágala –dijo ella–. ¿Ya me traes mi agua? 
   –No –respondió y apagó la luz–. Ahorita. 
   Anduvo por el pasillo treinta pasos. Se detuvo y tocó el apagador. La luz del foco apenas si alumbraba: éste colgaba casi al fondo de un larguísimo túnel, justo enfrente de la puerta de la cocina. Parecía la débil iluminación de una mina. Caminó los doscientos metros que lo separaban de aquel escuálido foco y miró hacia atrás, al punto del que había partido: la negrura más profunda. 
   Escurrió la mano por la puerta de la cocina para apretar el interruptor de la luz. Todo parecía hallarse en su sitio: los trastes sucios, el grifo que goteaba, los platos puestos a secar. Tomó un vaso de vidrio y sirvió agua directamente de la llave. Dio los siete pasos del pasillo con el vaso en la mano y prendió la luz de la sala. 
   El departamento solía ser pequeño. Una pequeña burla de cuatro estancias: la habitación que compartía con Sofía, una cocina que se unía a la sala por el pasillo, un baño. 
   Pero ahora los muebles apenas se distinguían a lo lejos, encima de la duna más alta que se alzaba en el vasto desierto de la sala. Más allá, al fondo, se recortaba oscura la entrada a la recámara donde Sofía aguardaba a beber un poco de agua. Hacía calor. Atado a un cable, el sol colgaba del cielo como un foco de trescientos watts y las nubes del cielo, recortes mutables de la cal del techo, transitaban lentamente sobre su cabeza. No parecían las tres de la madrugada, sino una hora fantástica del mediodía: la hora en que los fantasmas no se esconden aunque haya sol. Caminó a un lado de la planta que había comprado en un mercado y trasplantado a una maceta de barro: ni siquiera hubiera sospechado que era carnívora: apenas si alcanzó a evitar de un salto su rabioso intento de mordida. Del vaso cayeron al suelo desolado unas gotas que se evaporaron de inmediato. 
   Deambuló durante varias horas por el desierto. De vez en cuando se detenía a quitarse granos de arena de los zapatos. El sol peregrinó hacia el poniente de la sala, firmemente atornillado en el socket que colgaba del techo. 
   El oriente comenzó a apagarse y asomaron las primeras estrellas. 
   –Está anocheciendo –pensó. 
   En un terraplén, de bajada, encontró el sillón verde, de brazos deslucidos, donde solía tumbarse cuando regresaba del trabajo. Se sentó y miró el atardecer. Pensó en que ver a un foco ponerse en el horizonte tenía algo de futurismo melancólico. Bebió un pequeño sorbo de agua del vaso, lo suficiente para refrescarse las encías y la lengua. En alguna película sobre tuaregs había aprendido que no debía acabarse su reserva de agua. El calor lo adormeció. 
   Lo despertó la voz amodorrada de Sofía al fondo del departamento. La noche estaba iluminada por el tenue resplandor azul de la luna de dos watts amarrada al cable de la corriente eléctrica y soplaba un viento frío que echaba a girar remolinos de polvo como si lanzara trompos. 
   –¿Dónde estás, amor? ¿Y mi agua? 
   –Ya voy –dijo–. No te apures. 
  Bajó la duna y se dirigió hacia la entrada a la habitación cargando impertérrito el vaso de agua: al menos debería recorrer unos dos kilómetros. Al cabo de unos cientos de pasos, la blanda arena del desierto cedió lugar a una dura tierra seca, erosionada. Pero apenas alcanzó el librero y pretendía tomar otro descanso, se le presentó un hombre triste vestido con un arrugado traje negro y sombrero. De la boca pendía un ajado cigarrillo sin filtro. Interrogó por fuego con la mano haciendo la seña de frotar un encendedor invisible. 
   –Ya no fumo –informó él, aunque se revisó los bolsillos. 
   –Quizá si lo pongo directo al sol… 
   El hombre se retiró caminando hacia el oriente. Lo vio dos días más tarde, vagando por encima de un médano, triste y ardiendo en llamas. Había conseguido encender su cigarro, sin embargo, también había terminado por prenderse fuego a sí mismo. El agua del vaso no alcanzó para sofocar el incendio. El hombre estaba tristísimo y se despidió pronto. Decía que en la noche se usaba a sí mismo para mandar señales de humo. 
   A veces caían diluvios a través de las goteras. Él llenaba el vaso de agua y abría la boca para beber, mientras agradecía a su flojera por no haber impermeabilizado el techo. Algunas noches, la temperatura bajaba y se tenía que meter debajo de la esterilla para tolerar los fríos. Otras noches eran tranquilas y él se quedaba contemplando la fotografía del bosque que colgaba en la pared. La había tomado Sofía sin intenciones artísticas, accidentalmente, pero cuando la analizaron más tarde había distinguido la mirada de acecho de un coyote. Él había usado una escalera de mano para poder encaramarse hasta el cielo y asomarse a esa fotografía. A veces se apuraba para tratar de alcanzar la puerta de la recámara, pero le parecía que ésta se mantenía constantemente a dos kilómetros de distancia. Dejó de ir hacia allá cuando notó que quizá se trataba de un espejismo. 
   Comenzó a sonar el teléfono y él corrió para responderlo antes de que el campanilleo despertara a Sofía. 
    –¿Bueno? 
    –Buenas tardes, queremos ofrecerle una tarjeta de crédito. 
    –No me interesa gracias. 
    –¿Sabe si le va a interesar en un mes? 
    –No molesten, por favor. Son las tres de la mañana. Mañana tengo que entregar un proyecto. 
   Un día se encontró con una pareja de turistas estadounidenses. La mujer, que era quien mejor hablaba español, le preguntó por la ciudad de México. 
   –Váyase todo derecho hasta aquella puerta –les indicó–. Es la salida del departamento. No tomen la otra puerta porque ésa es la del baño. Luego bajan las escaleras, cruzan un patio y ya, salen a la ciudad de México. 
   Un día se despertó y vio un alacrán negro frente a sí en posición de crispación y alerta. Por cómo ponía en tensión todo su cuerpo, el bicho le recordó a un pavo real en celo. Debía ser el que había espantado hasta las lágrimas a Sofía. 
    –Estás caminando en círculos –dijo el alacrán, sacudiendo su cola. 
   La sombra de un periódico doblado planeó a diez centímetros del suelo hasta cubrir al alacrán. Un solo golpe bastó para exprimirle la gelatina de su interior. 
   Una tarde, andando con la cabeza gacha, chocó contra la pared. Decidió caminar pegado a ella hasta alcanzar la puerta de la recámara. Cuando la abrió, descubrió a Sofía dormida. Puso el vaso a un lado de la mesilla de noche. Adormilada, su mujer se levantó un poco, estiró la mano y bebió agua. Él se había metido ya a las cobijas. 
   –¿Por qué tardaste tanto? 
   –No sé. Maté al alacrán. 
   –Te amo, Julio –dijo ella antes de volverse a quedar dormida y respirar suavemente a través de la boca entreabierta. 
   Él le dio otro beso en la frente y luego entrelazó los dedos detrás de la nuca; miró el techo y pensó en que no conocía a ningún Julio. Al cabo de media hora de insomnio, se durmió.



















martes, noviembre 23, 2010

El viudo

Este cuento obtuvo mención honorífica en el concurso 39 de Punto de Partida. Espero sus comentarios.











Una mujer y Robert L. Hawking

Les dejo un enlace a uno de mis primeros cuentos publicados. Espero que les guste.



lunes, noviembre 08, 2010

El asfalto es piel

El cronista se apersona cerca de la hora señalada a una cuadra del lugar donde se presentará Susana San José y El Arraigo Domiciliario, pero al consultar el reloj nota que es demasiado temprano y decide encaminar sus pasos al azar y termina extraviado en la colonia Condesa, recorriendo a contracorriente de los automóviles el circuito de cuarto de milla que alguna vez perteneció a un hipódromo y hoy lleva el nombre de calle Ámsterdam. Cuando consigue liberarse de su giro y trata de reconocer dónde lo ha dejado el azar, nota que ha desembocado en la calle de Mexicali: ha regresado al lugar de partida y ahora lleva más de veinte minutos de retraso. Desde la puerta del bar se escuchan guitarras eléctricas, voces, el ritmo del movimiento. «Nada más fueron veinte minutos tarde», se recrimina. Pero el cronista no ha aprendido nada sobre la puntualidad: sigue siendo temprano y aquellas guitarras, esa voz y el movimiento se apagan de golpe y lo que ha terminado es apenas el ensayo, las pruebas de sonido. 
   De su bolsillo, el cronista saca su libreta y revisa sus preguntas. Porque el cronista cree que en lugar de hacer crónica, hará una nota. Dirá el periodístico qué, el por qué, el cómo, el cuándo, el dónde y la enviará a la redacción: Susana San José y El Arraigo Domiciliario, porque presenta su disco El asfalto es piel, habrá toquín, jueves dos de septiembre, un bar de la calle Mexicali. Pero ya se ha pedido la primera cerveza. 
   Con respecto a la puntualidad, el cronista se enterará que si una cita se anuncia a las ocho y media sólo está disfrazando las diez y media de la noche. Hasta esa hora Susana San José se para en el escenario, le tiende su voz al micrófono para decir hola, agradecer la presencia de sus amigos y del público anónimo (el cronista queda incluido dentro de este subconjunto), y apenas arrancados los primeros acordes, el cronista encuentra en la voz joven y delicada (y rasgándose) la emoción que provoca que el mutante rock no muera jamás y ante todos abre ese camino que enreda y desenreda el caos, los dolores y las alegrías, los brincos, el aturdimiento y la lucidez, la furia del amor, y que, en ocasiones, ofrece respuestas vitales o integra, como ella afirma, «partes del rompecabezas de la vida». Los fragmentos de una educación sentimental y musical que embonan en la personalidad y la sostienen. 
   Detrás, El Arraigo Domiciliario, un grupo heterogéneo que no comparte las afinidades de pertenecer a una misma brecha generacional, respalda la propuesta de esta artista con una intensidad envidiable. En el conjunto destaca la presencia, en el bajo, de Armando Vega Gil, escritor y botello; pero no son menos de llamar la atención René Medina en la batería, Ernesto Avilez y José Luis González en las guitarras eléctricas. Los instrumentos se han afinado y Susana San José, quien momentos antes ha agradecido la presencia de todos, cambia de actitud y abre el toquín con esa especie de oración a la alegría bucólica y provinciana que es «Pescadito blanco», la misma canción que inicia su disco.
   «Empecé a grabar este disco a principios de 2007 con diferentes músicos invitados», aclara en entrevista. «El Arraigo Domiciliario, mi grupo base, se formó una vez que ya había terminado de grabar». De allí, supone el cronista (que escribe esto al día siguiente, y ya ha escuchado el disco un par de veces), el contraste sobre la presentación en vivo y el disco. Dos caras de una misma moneda que brillan con igual intensidad, pero con diferencias marcadas. 
   En el disco se advierten sutilezas y experimentación: a mitad de una canción entra un solo de chelo que ayuda al oleaje de «El mar encadena»; en la música de este toquín lo que persiste es un impecable jugueteo entre lo ensayado y lo improvisado. Quizá la diferencia más notable es que, en vivo, el cronista baila y, frente al disco, el cronista escucha, busca desentrañar el discurso, entender a que se refieren ciertas oscuridades. ¿Son declaraciones de amor furioso o amenazas veladas de abandono lo que se escucha en «Drid pop», cuando en vivo es una invitación irresistible a la agitación corporal, al tembleque, al salto? 
   Dos temas son de la autoría de la misma Susana San José: «Viaducto Tlalpan» (en colaboración con Armando Vega Gil), recuento de un avance por la calle, y «Azúcar». En esta última se establece un límite y se marca quizá la poética de la rockera que sabe que : «Es el fin de una edad, no habrá más dulzura / Es el fin de una edad: la edad de azúcar». 
   Las demás canciones son variantes de temas ya conocidos, pero de vigencia y reedición siempre necesaria. «Canción de amor», de Francisco Barrios (que en voz de Susana San Juan es una invitación directa a la lujuria); «Bonzo», de Jaime López, (ese cuento de desamor y prendidez y fuego y torpeza que termina por quemar el cielo); «Soledad», de Botellita de Jerez; «Drid pop», de Lichis (tocada originalmente por La Cabra Mecánica); «Pescadito blanco», de Porfirio Almazán y «El mar encadena», de Mauricio Díaz El Hueso.
   «El disco contiene ocho piezas y estas canciones son parte del soundtrack, del rompecabezas de mi vida», afirma Susana San José, «de lo que me ha pasado, de cosas muy personales. Estas canciones reflejan cosas que yo hubiera querido decir. No las elegí por oportunismo ni por melodía sino porque el contenido es algo que me toca profundamente. Además de que el orden de las canciones es un pretexto para contar una historia mayor, lo interesante y divertido fue hacerlas mías y, de esa forma, rearmonizarlas.» 
   ¿Por rearmonizarlas hablas de reestructurarlas, reanimarlas con tu juventud, recuperar su fuerza para una nueva generación? El reportero que, tras la tercera cerveza, devendrá en cronista olvida preguntar eso, pero ahora supone aquello como una hipótesis que tendrá que resolver el escucha de este disco. 
   En el escenario, Susana San José cierra los ojos, se mete al fondo de la letra, se quema, sigue enumerando las razones de por qué el asfalto es piel. Y nosotros, los ácaros de esta ciudad, pululamos en un reducto de sus axilas de concreto a ritmo de rock.



Postdata: Aquí pueden escuchar algunas canciones del álbum.